Seguramente para un muchacho que en cinco ligas participó en cuatro finales la selección de recuerdos debe de ser costosa en tanto seguramente haya momentos inolvidables para la carrera de un basquetbolista, como el de ser partícipe de empujar a tu equipo a tal instancia, o ayudar con tu tránsito en la cancha a que tus compañeros se puedan colgar de las redes como vulgar e inolvidable condecoración de campeón.
El esfuerzo, la tenacidad, la búsqueda de la superación, y la seriedad de andar cargando siempre con la mochila de la responsabilidad, pueden conducir a importantes logros pero a veces no sirven como antídoto para el veneno de los serruchos.
El serrucho de cancha es un bífido venenoso e impiadoso que suele enroscarse desde el anonimato y que te va carcomiendo con puteadas y descalificaciones de sabiondo. Por lo general se le reconoce en su adultez cuando se junta con dos o tres más de su misma condición y, desde oscuros y alejados rincones, prepara la celada para convertirse en carroñero. En todas las canchas hay especímenes de este tipo, y en el básquetbol es más fácil ubicarlos vociferando haciéndose corneta con las manos para bajarle el pulgar a un jugador o a un técnico.
A Sebastián Muñoz, un recién llegado a Tabaré con los pergaminos de ser un habitué a las finales de la Liga Uruguaya, los serruchos lo quisieron sacar luego de que tirara una pelota que no entró.
El lunes, después de que Muñoz, ese esforzado, tenaz, efectivo y responsable basquetbolista, tomó la bandera de Tabaré para, con seis triples consecutivos -los seis que tiró- y 21 puntos, descorchar el clásico triunfo ante Bohemios, los tocanucas, los palmeadores de espaldas, serruchos temporalmente reconvertidos en iconoclastas del deporte, ubicaron a Sebastián Muñoz en el lugar que estaba cuando lo fueron a buscar para que se pusiera la gloriosa gris: el de un deportista que quiere, juega y persigue lo mejor para su equipo y para él.
ME
martes, 14 de octubre de 2008
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