En el 68, mientras unos jóvenes pretendían llevar la imaginación al poder en París, en Montevideo un grupo de gloriosos y cansados deportistas lograba su quinto título máximo en básquetbol, en las ocho temporadas que hasta ese momento se habían jugado en esa marcante década.
Entre amor y paz, flower power, gomas quemadas y pachecato, este canarito llegó a Montevideo para remarla en segundo de escuela, escribiendo con tinta y en cuadernos pautados, para aprender a fuerza de burlas que a las chuletas las tenía que llamar costillas y al cañoncito, pan con grasa.
Fue en ese mismo 68 que mi viejo, mucho más académico que deportista, pero con el roce de cualquier uruguayo que siente ruido de pelota, me inició en la inigualable magia del deporte de competición, llevándome de la mano a esos impactantes escenarios para la óptica de un niño de pantalones cortos y pelota de plástico.
Así llegué una noche estrellada a aquella inmensa cancha de Tabaré, perfumada por crujientes chorizos al pan, combinados con la fragancia única e irrepetible de ese rincón del Parque Batlle.
Ahí, pasaron a mi lado exultantes, impresionantes y cargados de gloria: Poyet, Gómez, Márquez y algunos otros de los campeones.
Pasaron 40 años -cuarenta años viendo a Tabaré, ¡qué lo parió! - y otros hombres -con la mochila cargada de gloria y el paso cansino pero seguro hacia los más improbables sueños- llegaron al club a pasarle el plumero a las ilusiones y las locas pasiones. Fede Camiña, con tanta creatividad como trabajo zurció a un grupo de basquetbolistas añosos y ganadores con jóvenes aprendices, sabedores del valor de ponerse la gris y creer que no hay imposibles para los herederos del heroico linaje. Con sus cuellos cargados de viejas redes que un día fueron la joya del campeonato, Diego Losada y Gonzalo Caneiro demostraron cómo achatar la cola y sudar la gota gorda y jugar y hacer jugar a los exuberantes estadounidenses Clarence Matthews y Ryan Blankson, mientras Jhonny Rodríguez se faja contra el que sea, el Colo Laborda golea y rebotea en efectiva cámara lenta y Seba Muñoz es la mejor rueda de auxilio. Ellos no son de Tabaré, pero con su juego y presencia parecen enseñar y sostener a los futuros dueños de esas camisetas, la retaguardia urgente de los que tienen tatuados el torso de gris, con el Negro Benítez a la cabeza. Ellos despertaron a ese gigante dormido, ellos nos metieron ese jeringazo de adrenalina en el corazón a los habitantes de la tribuna, acostumbrados a los tenues vaivenes de la ilusión de volver a pelear por los sueños perdidos.
Ellos son los que volvieron a abrir esa "ventana de juventud por donde pasa la vida" al decir del Flaco Castro. Ellos merecían este abrazo, puro, lloroso y emocionado reconocimiento en papel de diaria. Ahora, a jugar y soñar.
Rómulo Martínez Chenlo
* Recitado del himno de Tabaré, de Raúl Flaco Castro, que además de excelente letrista, músico, publicista y murguero fue jugador del Indio revoleando codos y bravura abajo de los tableros. Una noche de ascenso me acuerdo que se comió en dos panes al norteamericano Thomas Glenn, que jugaba en Goes.
jueves, 20 de noviembre de 2008
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